El
catálogo oficial de bienes culturales es enorme, los hay para todos los gustos,
la industria cultural los pone al alcance. Al repasar los títulos de las
caricaturas y series animadas que vi durante mi infancia descubrí que son más
de 60. Al dar una lectura al texto de
Horkheimer y Adorno no pude evitar pensar que el contenido y lo “emocionante”
de cada una de ellas estaba ya predispuesto para que me gustara, para evitar la
capacidad de análisis y el adiestramiento fantástico de mi realidad, de la tergiversación de la verdad. En cada capítulo de cualquier
producto cultural que vi se manifestaba una tendencia a repetir el drama con
diferentes personajes y ambientaciones; eran una burla a mi pequeño mundo donde
la violencia y los contenidos sexuales estaban prohibidos y precisamente por
eso eran más interesantes.
Ren y Stimpy, ¡Ay! Monstruos, La vaca y
el pollito, Soy la comadreja, Coraje, Cat-dog, Ed, Edd y Eddie son la clase de caricaturas grotescas que solía ver y
ahora no soporto. De niña parecía intrigante que los personajes pudieran ser
tan vulgares y divertidos a la vez, me causaba risa y frustración. Dragon Ball Z, Ramna ½ y Digimón
formaban parte de esas series que tenían un mundo alternativo a la realidad,
uno con extratrerrestres poderosos de los que Goku siempre “nos” salvaba por su
amor a la Tierra, otro donde se podía cambiar de sexo con agua fría o caliente,
uno más donde las tecnologías habría evolucionado a tal punto que podríamos
viajar a un mundo paralelo con digimon.
En
todas las caricaturas lo torpe y estúpido se volvió tan usual que lo lógico
quedaba excluido de la definición de diversión. Las adaptaciones de los Looney tones, Scooby Doo, La Pantera Rosa,
Tom y Jerry a su versión infantil ahora tiene sentido a la luz de mejorar
la mercancía de la industria cultural para mantener al espectador frente a la
pantalla, al pendiente de los detalles que cambian, pero que en el fondo son la
reproducción del original, completamente desvirtuado. Esa fantasía y falta de
sensatez se traspasa a las acciones cotidianas, deseando que la “magia” en
efecto existiera, borrando la línea entre la imaginación y la realidad; pero
esa imaginación ya ha sido moldeada, orientada hacia ciertas imágenes que
demandan más productos culturales, para evitarme la fatiga de construir por mi
misma algo nuevo bajo el sol, si es que se pudiera.
Cuando
no están los padres, física o emocionalmente, la industria cultural se hace
presente a través de la caja negra para sustituir el papel de educador,
distractor y formador de los juicios, ante la ausencia de los padres el
instructor era la programación del “Canal 5” de la televisión abierta, esa
televisión tan democrática que solo alcanzaba para sintonizar el Canal de las
Estrellas y Tv azteca. Una aparente identificación de mi con los personajes
bastaba para quedarse de una a varias horas frente al televisor. Los personajes
se mofaban de las normas morales, éticas y religiosas impuestas en casa, pero
que nunca se discutía su contenido. Jony
Bravo se burla del acoso sexual; la pereza, gula y egoísmo se ejemplifica
en Garfiel, Bugs Bunny normaliza el
descaro, la mentira, ridiculiza al sensato.
Los
padres fomentan la visualización de caricaturas que consideran aptas para sus
hijos y satanizan otras más. Daniel el
Travieso, Los Picapiedras, Rugrats,
The Wild Thornberrys, Dexter, Los supersónicos, Érase una vez la vida e
incluso El pájaro loco se ganan el
“afecto” de los padres, quienes adjudican a dichas series valores morales y
éticos y gran contenido que otras caricaturas han sustituido por la violencia
excesiva; o al menos en su opinión, en la formación que ellos mismo tuvieron,
basados en los productos culturales que ellos consumieron y que insisten en
perpetuar con un argumento tan trillado por la supremacía de otros productos en
otros tiempos. Pokemón, Sakura card
captors, los castores cascarrabias, Las chicas superpoderosas y Sailor Moon
en su opinión no tienen las características necesarias para que sus hijos las
vean, por la crueldad, los animales exóticos que asemejan demonios, las
actitudes despóticas y su contenido sexual.
Sin
embargo las caricaturas evolucionan, ya no es un dinosaurio rosa el que enseña
los colores, sino Hora de aventura, Bob
esponja o Pocoyo; y nos hace caer en el dicho de generaciones pasadas: “las
caricaturas de mi época eran mejores.” Los consumidores mismos excluyen a
quienes no probaron esos productos masivos, se les relega del círculo, del
chiste, de la risa en común y la diversión; de las discusiones en torno a un
capítulo, un personaje… un detalle; se les trata como una especie rara y son
empujados a una actualización de sus productos culturales, para ser homogéneos
y satisfacer sus necesidades de distracción con los mismos programas.
Los
clásicos, esos productos que trascienden épocas por su rating y el beneficio
que obtiene de ellas la industria cultural, son nuevamente vistos en la
programación normal: Alvin y las
Ardillas, Los pitufos, Power Rangers, o las series de superhéroes. Otras
quedan en el olvido, recordados por la poca audiencia Dr. Slump, Pepe le pew, Dientes de Fierro o las tres mellizas. Pero
el mercado no pierde ninguna oportunidad de lucro y hace programas especiales,
ediciones remasterizadas, ciclos de cine, venta y reproducción online; poniendo
al alcance de los sentimentalistas a Chip
and Dale, Don Gato y su Pandilla, Capitán Cavernícola, El Demonio de Tazmania,
La hormiga atómica, etc. Y también están a nuestro alcance los productos
inútiles de edición limitada como playeras, muñecos de acción, tazas, lápices y
mil tonterías que compramos para recordar viejas épocas, de cuando éramos niños.
La industria cultural saca provecho hasta de la nostalgia por nuestra infancia.
Referencia
Max Horkheimer y Theodor Adorno, La industria cultural. Iluminismo como
mistificación de masas. Publicado en Horkheimer, May y Adorno, Theodor, Dialéctica del iluminismo, Sudamericana,
Buenos Aires, 1988.
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